Lo confieso. Nunca me atrajo mucho admirar con curiosidad la naturaleza. Y sí, he pateado a base de bien los entornos naturales que he conocido en esos viajes por trabajo o placer, aunque a mí me gustaba más pisar sobre asfalto y ver con los ojos abiertos el tumulto alocado de la gran ciudad.
Alguna vez mis amigos y yo nos escapábamos el fin de semana a los pueblos del interior, en casas rurales o albergues, pero no apreciaba esa palpitación de los espacios naturales que me rodeaba. Aquella paz que respiras con el aire puro mientras observas de cerca animales y plantas por doquier, es un lujo para mucha gente, mas no para mí.
Por suerte, cuando empecé a salir con Esther, una entusiasta de la escalada, el senderismo y el medio ambiente, afloró enseguida la sensibilidad que yo atesoraba sin saberlo, empezando por rutas al lado de casa hasta poder abarcar itinerarios lejos de nuestro entorno. Y por supuesto, tenían que ser accesibles en todo momento por mi condición de discapacitado.
Una ruta por el Pirineo Navarro
Este verano, a comienzos de agosto, Esther me planteó hacer un viaje al Pirineo navarro para conocer algunos parajes naturales que ella conocía muy bien, puesto que ha visitado varias veces estas cordilleras, y acepté de buen grado. Nuestra planificación no fue la más acertada porque lo hicimos tarde y corriendo, aunque conseguimos reservar un par de hostales y casas rurales que, por suerte, estaban libres. Tras pasar por Aragón y adentrarnos en el Reino de Navarra -en euskera, Nafarroa-, el paisaje va cambiando de aspecto. Desde los cultivos vinícolas hasta por fin ver el verde y suave paisaje pirenaico.
No pasamos por la capital navarra, Pamplona, pues nosotros dos ya tuvimos la oportunidad de descubrir por nuestra cuenta esta ciudad. Ya por la tarde, tras kilómetros de distancia, al fin habíamos finalizado el trayecto con éxito. Estábamos en Doneztebe (Santesteban, en castellano), un pueblo perteneciente a la comarca del Alto Bidasoa, en el que nos hospedamos en un hostal lleno de historia, puesto que se trata del primer centro BTT (Bicicleta Todo Terreno) que ha habido en España.
Descargamos los bártulos en la habitación –el cuarto de baño estaba perfectamente adaptado para los discapacitados- y nos fuimos directamente a visitar los embalses de Leurtza para rodearlos y disfrutar del paisaje vespertino, con un bastón de treking acoplado a mi mano, entre bosques de robles, castaños y hayas y una variedad faunística diversa.
Sus leyendas
A la mañana siguiente, nos desplazamos en coche a Zugarramurdi, en la frontera de Francia, para admirar las inmensas cuevas al lado de la población y, de paso, visitar el Museo de las Brujas. Me hacía ilusión entrar, porque hace un tiempo leí un libro de antropología donde Julio Caro Baroja –sobrino de Pío Baroja– explicaba a los lectores los sucesos acaecidos en esta población en el siglo XVII, cuando juzgaron e incluso condenaron a la hoguera a vecinos a manos de la Santa Inquisición.
Las autoridades hicieron caso a las habladurías porque decían que había brujas y brujos en el pueblo, pero el antropólogo, en su rigor científico, desmonta las tristes supercherías de la época. El museo es una casa en la que el visitante ve las herramientas de tortura, los ropajes que usaban los inquisidores, libros de autos de fe y videos explicativos para revivir el ambiente de aquel tiempo, así como los conocimientos ancestrales acerca de las plantas medicinales.
Aunque lo que más me gustó, sin ninguna duda, fue descubrir las cuevas de Zugarramurdi. Al tratarse de un entorno natural, no está adaptado para personas con movilidad reducida. Aun así, nos adentramos en esta ruta, más dificultosa de lo normal, al menos para mí. Cuando entramos, en la cueva –incluso cruzamos por un momento la frontera francesa -, en un trozo concreto, yo no podía pasar a causa de unos metros de terreno de roca muy irregular. Por suerte, Esther y unos turistas me cogieron bien fuerte para ayudarme a cruzar, lo que me supuso una pequeña aventura.
Cuando regresamos a Doneztebe, repusimos fuerzas en el hostal con una cena que nos habíamos ganado a pulso caminando sin descanso en la expedición de Zugarramurdi. Yo me zampé un plato combinado de aúpa, como en todos los hogares, bares y restaurantes que he conocido en las tierras del norte -Navarra, Euskadi, Cantabria-, que comen como reyes.
Camino al este
El tercer día nos despedimos de la familia que regenta el hostal para desplazarnos al este, no sin antes entrar en el Señorío de Bertiz, antiguamente propiedad de particulares, donado después a la Comunidad Foral de Navarra y declarado parque natural. Aquí se encuentra un jardín histórico botánico con al menos 120 especies procedentes de todo el mundo, desde los árboles autóctonos más típicos hasta toparnos con una impresionante secuoya, y todo en terreno llano para el disfrute de los discapacitados.
Más adelante hay un centro de interpretación para conocer lo que representó la administración de los antiguos propietarios, verdaderos pioneros del medio ambiente, antes de que la traspasaran a manos públicas. Una vez salimos del señorío, tras una hora de camino, bajamos del coche para contemplar el espectacular paisaje pirenaico mientras comíamos un bocadillo sentados en un banco en un mirador. Estábamos prácticamente nosotros solos en la carretera, exceptuando las ovejas, cabras y caballos pastando entre campos de hierba. Paz y tranquilidad en estado puro. Pero teníamos que partir ya hacia el extremo noreste de Navarra, en la comarca del valle de Salazar.
De paso, nos desviamos un momento hasta Roncesvalles, un símbolo del peregrinaje por excelencia en el Camino de Santiago, aunque solo fuera un visto y no visto. Poco después, entramos en Jaurrieta, donde fuimos primero al hostal y, poco después, paseamos por el pueblo antes que se hiciese de noche y cayera una gran tormenta.
La Selva de Irati
El penúltimo día teníamos programado ir a la Selva de Irati, bosque de bosques, un parque natural cuyo hayedo es el más extenso y mejor conservado de Europa. Dicen los entendidos que la mejor época para visitarla es en otoño, aunque la belleza que irradian los bosques en verano se palpa en el ambiente. Recorrimos la senda entre árboles frondosos y vacas mugiendo con el característico cencerro colgando de su cuello.
Hasta nos encontramos a unos conocidos valencianos que estaban viajando también por los Pirineos navarros, como nosotros. Mentiría si no dijera que en las rutas de este viaje, como las anteriores, me peleé con las piedras del camino, pues en mi pierna derecha arrastro el pie y a veces, si son más grandes de lo habitual, choco con ellas. Son piedras nada más, claro que sí, pero como soy un poco gruñón y pisaba las gordas, me giraba desafiante como si le perdonara la vida al pobre pedrusco.
Aparte de mi enfado, la Selva de Irati me pareció una pasada, y quién sabe si algún día podría repetir la experiencia. Además, los accesos son adecuados para los que tenemos diversidad funcional, aunque conviene asesorarse antes de ir. Cuando nos fuimos del parque natural, nos detuvimos un momento en el pueblo de Ochagavía para comprar productos de la comarca, en concreto un queso curado para mis padres y una camiseta de Irati para mi hermano. Habíamos concluido nuestra aventura y ahora necesitábamos dormir para la inminente vuelta a casa.
Fueron cinco días de mucha actividad en el transcurso de los cuales la naturaleza nos brindó muchos parajes increíbles. De camino a casa, volviendo la vista atrás, las imponentes montañas del Pirineo navarro nos decían que no era una despedida, sino simplemente un hasta luego.