“Un cementerio de neuronas”, relato vivencial de una de nuestras pacientes tras

Día del Daño Cerebral en el que Amaia leyó su relato "Cementerio de Neuronas"

Con motivo del Día Mundial del Ictus, queremos compartir este relato escrito y leído por una de nuestras pacientes de IRENEA en Vithas Elche durante la conmemoración del Día del Daño Cerebral. En él, describe con una sinceridad conmovedora cómo vivió su proceso tras un ictus y cómo la rehabilitación se convirtió en un camino de cambio, fortaleza y vida.

Un cementerio de neuronas” no es solo un texto, es una historia real de superación y de reencuentro con uno mismo.
Gracias, Amalia, por poner voz a lo invisible y recordarnos que, aunque a veces “no se note”, el daño cerebral deja huellas que también pueden transformarse en impulso para seguir adelante.

“Un cementerio de neuronas”

Cuando pienso en todo lo que le ha pasado a mi vida desde el 28 de julio del año pasado, se me llenan los ojos de lágrimas; recorren mis mejillas, entremezcladas, las de tristeza, miedo, amor, esperanza, agonía y lástima: me doy pena. Pero no una pena vergonzosa, sino compasiva; me apiado de lo mal que estaba esa pobre niña de 22 años: aterrada, confusa, perdida.

Y es que no sabía nada, no entendía lo que pasaba; me rompí tantas veces… Me ha dado un ictus. Un ictus —para quien no lo sepa— es un infarto cerebral: en mi caso colapsó una vena, se cerró de pronto impidiendo el riego sanguíneo en una zona del cerebro que, al no recibir sangre ni oxígeno, pues… en fin, murió. Tengo un cementerio de neuronas en el cráneo; cualquiera lo diría: no se me nota (todos lo dicen). Y yo me pregunto: ¿qué quedará del ictus cuando ya no duela? ¿Despertaré y todo será como si no hubiese pasado nada? ¿Como antes? Sin pensarlo mucho lo tengo claro: quedará una gigantesca cicatriz, una marca en mi cerebro con un letrero enorme en el que ponga «MUERTO». El sepulcro de mi antigua vida. En el centro de rehabilitación siempre nos dicen que «cada daño cerebral es diferente».

El mío vino con sorpresa, y no me refiero a la pérdida de visión periférica del lado derecho, ni a la descompensación muscular entre ambos lados de mi cuerpo (de la que nadie me avisó), ni a la falta de memoria de trabajo (que no noto hasta que la necesito para algo), a la falta de concentración (en la que tanto me he esforzado), a la fatiga (que tanto me lo ha hecho pasar mal), a la atención dividida (que tantísimo me cuesta ahora) o a la capacidad de organización (supongo que esto último venía tocado de serie): respecto a todo eso, todos lo dicen, tuve muchísima suerte. Soy consciente.

Me refiero a todo lo demás, a todo lo que no viene necesariamente de la mano del ictus. Cuando sucede algo así, tu mundo entero se detiene; se para en seco y la inercia te tira al suelo. Miras arriba y lo ves todo desde abajo, desde lejos, como si no fuera contigo. Ves a la gente que te mira, entre confusa y apenada; miradas de miedo y de ternura se funden en una sola cosa: desconocimiento. Nadie lo entiende. Todo el mundo queda lejos porque nadie está donde estás tú; ahí no llega nadie, por muy fuerte que te abracen, ahí estás sola. Miras arriba y ves el mundo que avanza como si no hubiera pasado nada, como si lo tuyo, fuese lo que fuese, no importara.

De repente ya no tenía universidad, pero la universidad había empezado; solo que sin mí. Me había dado un ictus. ¿Sabéis que intenté cursar cuatro asignaturas? Con un ictus… Bueno, pero no se me nota; todos lo dicen. Resultó que el ictus me afectó más de lo que parecía. Tardé en ser consciente de que no estaba bien. Pero cuando me di cuenta, cuando fui consciente de lo que estaba en juego —lo que me quedaba de cerebro— me decidí a no dejar que nada ni nadie se interpusiera entre yo y mi rehabilitación: ni la universidad, ni el miedo, ni la tristeza, ni siquiera mi novio o mi mejor amiga. Tuve que dejar atrás tantas cosas, tanta gente… Eso aún duele; duele porque tuve que seguir adelante cayera quien cayese.

El tiempo corría: cada día no empleado en rehabilitarme era un día perdido, y ya perdía muchos días llorando; ya había perdido demasiado tiempo dudando. ¿Y si no lo lograba? ¿Y si no podía retomar mis estudios? ¿Y si nunca volvía a ser la de antes?La de antes… Eso también fue duro. ¿Recuerdas el momento ese en el que se para el mundo? ¿Ese en el que todo sigue adelante y tú te quedas atrás? Sola, sin nada que hacer… En ese preciso momento la ausencia de ruido me despertó, me obligó a abrir los ojos y me vi a mí misma. Sin nada que hacer tienes tiempo para pensar. Yo, además, tenía muchas cosas silenciadas a golpe de martillo en las paredes de mi pecho, y con el abrumador silencio de mi interior salieron todas a presión; arrancaron los tabiques que retenían la mierda e inundaron mi cuerpo conmigo, me llenaron de todas las partes de mí que había estado ocultando tantos años. Librarme a punta de pistola de la droga me obligó a enfrentar todo aquello de lo que huía. Ese es el gran reto que trajo consigo el ictus: enfrentarme a mí misma.

Tengo 23 años y siempre he estado rodeada de drogas; cuando estás metido en ese mundo piensas que todo es así. Por suerte y por sorpresa, he descubierto que no: que la droga no está en todas partes, que lo normal no es drogarse, que hay más vida fuera de ahí; que fuera queda todo lo demás. La idea de no volver a beber nunca, de no volver a drogarme, me aterraba: tengo toda la vida por delante, y toda la vida es mucho tiempo cuando tienes 23 años.

La fiesta era una gran parte de mi vida que no me dejaba vivir. Me llamaban «Amaliao» porque «liaba a todo el mundo». Tenía un serio problema; mis amigos lo sabían, pero salían conmigo de fiesta. Mi madre lo sabía, pero su filosofía es aquella de «todo se puede disfrutar en su justa medida» (la droga no tiene medida que valga). Mi padre también era consciente, pero a él le parecía bien. No les culpo: ¿cómo me va a salvar del agua alguien que no sabe nadar? Cuando te pasas la vida borracha y de resaca te asusta pensar en dejar de beber. ¿Cómo va a ser? ¿Toda la vida de resaca? Sorpresa, Amalia: si dejas de beber también dejas de tener resaca.

Podría haber seguido drogándome, pese al ictus, pese a todo, pero no quise. Me aterraba la idea de perder mi cerebro: perder mi inteligencia (es de las cosas más preciadas y valiosas que tengo). Por suerte, mi inteligencia está intacta. Tengo un daño cerebral, o eso dicen, porque en realidad —y lo dice todo el mundo— no se me nota nada.

Es muy difícil explicar un daño cerebral invisible; simplemente hay cosas que no funcionan como antes: no piensas como antes, no hablas como antes, no escuchas como antes, ni miras como antes. Pero, todos lo dicen, «no se te nota nada». ¿Entonces por qué no me siento igual? ¿Por qué yo sí me noto diferente? ¿Por qué ya no soy igual que antes?

En cuestión de meses dejé la universidad (y con la universidad se acabaron las matrículas de honor y los dieces), dejé al que era mi pareja, me alejé de mi mejor amiga, de mi padre, me di cuenta de que no podía depender de mi madre. Dejé el alcohol, la droga y el tabaco; empecé a entrenar y a leer a diario, aprendí a jugar al ajedrez, aprendí música e historia, dejé de salir de fiesta. Mi vida cambió; yo cambié. Cambié a la fuerza, o más bien el ictus me dio la fuerza para cambiar.

No soy un buen ejemplo de daño cerebral: a mí el ictus me salvó la vida.

Me he dejado la piel en recuperar, en la medida de lo posible, mis funciones cognitivas, pero esa ha sido la parte fácil de estos últimos meses. Lo realmente jodido ha sido todo lo demás: todo eso que trajo mi ictus consigo y que no forma necesariamente parte de él.

Ha sido terrorífico, pero ahora soy más fuerte que nunca (y no solo lo digo porque entreno). Me he demostrado a mí misma lo valiosa y valiente que soy. He ganado: he superado todos y cada uno de los obstáculos que me ha puesto delante el ictus y los he hecho pedazos, y estoy profundamente orgullosa de mí. Todo mi esfuerzo ha merecido la pena con creces. Cuando lo pienso mis ojos se llenan de lágrimas y empapan mis mejillas: yo, con lo que me odiaba, con lo poco que me quería, estoy orgullosa de mí.

¿Y nadie dice lo caótico que es todo a la vuelta?

El mundo ha seguido avanzando sin ti y de repente te toca volver como si nada; es como intentar alcanzar un tren en marcha sin caerte de boca y romperte los dientes. Mejor dicho: es como intentar alcanzar un tren en marcha cayéndote de boca y rompiéndote los dientes. La vida va deprisa, y tú llevas mucho rato parada. Todo es diferente porque ha pasado el tiempo, y todo el tiempo que ha pasado mientras tú estabas parado te llega de golpe y se estampa en tu cara, como si metieses tu cara en agua helada. Todo ha cambiado.

Ahora recuerdo que todo va muy rápido.

Tú ya no eres la misma, pero el mundo no lo sabe; el mundo te trata igual, como si no te hubiese pasado nada. Total, todos lo dicen: «no se te nota, has tenido mucha suerte».

Soy consciente.

Ahora que el ictus ya no duele, ¿qué me queda de él además de una enorme cicatriz en el pecho que dice «TÚ PUEDES»?

Autora A. E. G.

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