Enchufé mi portátil para buscar ciertas fotografías que hice, hace la friolera de catorce años, de un viaje en el que me lo pasé en grande y del que pronto o tarde repetiría la experiencia de regresar a ese lugar. Estoy hablando de Berlín.
Una ciudad donde tenía puestas las miras hacía mucho tiempo, por la historia que atraviesa, por la atracción que despertaba una población joven y cosmopolita. Pues bien, este mayo he estado otra vez en Alemania. He recorrido de palmo a palmo Berlín y otras ciudades atractivas. Todo ello en los ocho días que estuvimos atravesando las localidades medievales hasta llegar a Baviera.
Hace tiempo, en 2005, cuando aprobé los exámenes de acceso al Máster de Periodismo de El País para aumentar mi bagaje profesional rumbo a Madrid, programé un viaje en el puente de la Constitución a Berlín -aunque la primera vez en pisar Alemania fue, creo recordar, tres años antes en Colonia- tras el estrés acumulado que por aquel entonces llevaba. Vino conmigo mi amigo Pere. Él siempre se apunta a un bombardeo, además, por cierto, sintió tal atracción en el transcurso de ese viaje que cristalizó dos años después cuando conoció a una chica alemana que ahora es su mujer. Fueron cuatro días –cinco en realidad, porque perdimos el avión de camino al aeropuerto y nos quedamos un día más en el hostal- apasionantes. Jornadas llenas de contrastes, pateando día y noche sin descanso el palpitar berlinés.
Camino a Berlín
Ahora, sin planteármelo siquiera, surgió la posibilidad de viajar otra vez a Alemania. Mi madre tenía ilusión por volar a algún sitio, con mi padre y mi hermano de acompañantes. Fue entonces cuando decidieron apostar por Centroeuropa. Al final mi propio padre se echó para atrás y, de rebote, me tocó a mí suplir la baja.
Así pues, a finales de mayo, volamos desde València, vía a Zúrich, hasta aterrizar en Berlín. El trayecto fue como esperaba en los tres aeropuertos que pisamos en relación con los accesos de los que precisan atención especial. En ese sentido, dispusieron para mí una silla de ruedas con acompañante para que no me supusiera una distancia insuperable y, claro está, para que no perdiéramos el vuelo.
Primera misión, ver la final de la Copa del Rey en el hotel
Nos instalamos en un hotel muy cerca del aeropuerto, en el barrio de Charlottenburg, y vinieron expresamente a recogernos una touroperadora, por medio de una agencia de viajes a la que mi madre suele acudir. El guía que nos acompañó nos propuso visitar el centro de Berlín para admirar las vistas de la gran ciudad –tres millones y medio de habitantes- por la noche. Pero declinamos la oferta. Mi madre estaba cansada y en ese mismo día teníamos que ver la final de la Copa del Rey entre el Barça, campeón el año pasado, y el Valencia CF–nuestro equipo-, que padecía una sequía de títulos hacía once años.
No obstante, no hubo manera de ver el partido por TVE u otro canal alternativo en la habitación ni en el salón del hotel. Todo ello a pesar de que la televisión tenía doscientos canales registrados en la memoria, ahí es nada. Antes de cenar, nos fuimos a inspeccionar bares por los alrededores para así visionarlo.
Fue entonces cuando advertimos que una hora antes de comenzar ese choque empezaba la final de la Copa Alemana entre el Bayern de Múnich y el Leipzig, es decir, que no pondrían el Barcelona-Valencia. Al final nos conectamos por el móvil en nuestra habitación –muy espaciosa y perfectamente adaptada a mis necesidades- en una pantalla minúscula, pero matona, en el que el Valencia ganó el encuentro tras mucho sufrimiento.
Una ruta por Alemania con discapacidad
A la mañana siguiente nos desplazamos en autobús para visitar el Palacio de Sanssouci. Se trataba de unos imponentes edificios y jardines obrados por los reyes prusianos en la población de Potsdam, cosa que no hice en el viaje anterior. Todo ello no sin antes cruzar el Puente de los Espías que conectaba el oeste y el este en plena Guerra Fría. En total éramos quince personas. Nosotros, dos parejas de Sevilla, dos matrimonios y una amiga, que eran de Tenerife, y dos hermanas chilenas los que formábamos la expedición, además del guía.
Me resultó chocante que en todos los palacios que visité no tenían ascensores o algo que supliera las inconvenientes escaleras para las personas que requieren atención especial, por ejemplo, los que necesitan silla de ruedas.
Una vez acabada la visita a Potsdam, nos volvimos a Berlín para realizar una panorámica de la ciudad dentro del autobús y bajarnos por algunos puntos esenciales del recorrido. Así vimos el monumento a las víctimas del holocausto judío perpetrados a manos del nazismo, en el que puedes introducirte entre los bloques separados por muy poco espacio de terreno para que así revivas ese ambiente asfixiante; la representativa Puerta de Brandeburgo; o ver en persona el Muro de Berlín, con paneles explicativos de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría cuando se levantó una zanja que separó a los berlineses en dos mitades distintas.
Una visita por los museos de Berlín
El tercer día lo teníamos libre para nosotros solos y decidimos acercarnos a la Isla de los Museos. Esta isla es un complejo concentrado en el centro de Berlín al que años atrás no visité. El problema fue que el metro, cerca del hotel, no tenía ascensor para subir y bajar, o al menos no lo encontramos. Aunque sí que había barandilla para sujetarme en las escaleras. Mi madre no estaba segura de que yo pudiese acceder al subsuelo, y decidió llamar a un taxi para que nos acercara al lugar. Una vez allí, admiramos el Altar de Pérgamo o la Puerta de Istar, aunque previamente entramos a otro edificio anexo que albergaba esculturas del arte egipcio y ver con nuestros propios ojos el famoso busto de Nefertiti.
A continuación, repusimos fuerzas en un restaurante italiano frente a la catedral luterana de Berlín. Ya por la tarde, paseamos por las calles que rodean Alexanderplatz, junto a la Torre de Comunicaciones. No recordaba al hombrecillo con su sombrero que ilumina los semáforos berlineses. Por lo general, las aceras del centro o del extrarradio tenían rampas de acceso en todas las calles que al menos pisé.
Por otra parte, nos fijamos en que prácticamente no había ancianos por las ciudades. A raíz de ello, el guía nos comentó que los mayores jubilados alemanes se van de las urbes para residir en centros geriátricos apartados del mundanal ruido, como también los que se marchan a las costas mediterráneas españolas. Eso sí, la hierba virgen de las avenidas brota sin que los responsables se planteen recortarla, como todas las capitales o pueblos que visitamos. Todo es verde, como los abundantes bosques de tilos, desde el norte hasta el sur.
De visita en la Ruta Romántica
Al siguiente día nos despertamos muy pronto –y me resfrié tontamente, puesto que no me tapé como es debido en la cama del hotel- para bajar rumbo a lo que se denomina la Ruta Romántica. Esta ruta es llamada así por sus pueblos que conservan el espíritu medieval. Desde la Catedral de Erfurt, en la región de Turingia, adentrarnos en Baviera en el pueblo de Bamberg -declarado Patrimonio de la Humanidad-, hasta que, por fin, dormimos a pierna suelta en un hotel ya en Núremberg.
Por cierto, la comida alemana, como es natural, no se inspira en la cocina mediterránea. Todos los platos que nos trajeron en los menús concertados por la agencia eran claramente carnívoros y contundentes. Desde el codillo, salchichas de todo tipo, cerdo estofado con su salsa, chucrut, patatas que, a mi gusto, no sabían a nada… Curiosamente, en los dos días que nos hospedamos en Núremberg, cenamos en un restaurante griego. Aunque el menú de este local, muy poco se parecía a los platos típicos helenos.
Ya por la mañana, nos tocó una guía que no era ni española ni alemana, sino mexicana, y la verdad es que bordó la explicación. Nos condujo por ciertas zonas interesantes, la primera de todas fue el Palacio de Justicia que albergó los Procesos de Núremberg contra los dirigentes nazis. Nos adentramos por las calles del centro histórico. Pero ese mismo día no pudimos entrar a la casa-museo del pintor del renacimiento Alberto Durero -en realidad, Albrecht Dürer-, porque estaba cerrada por fiesta. Después nos dirigimos a la Plaza del Mercado Central, que fue otra vez una verdadera lástima porque estaban de obras –todo el país está permanentemente en construcción- y no supimos apreciar la belleza y el ambiente que había, aunque sí que compramos dulces para regalar a nuestros familiares.
De Nuremberg a Rotemburgo
Una vez comimos, cogimos el autobús para visitar un pueblecito netamente medieval que se llama Rotemburgo. Dicen que el centro histórico es uno de los mejor conservados del mundo, con las callejuelas empedradas que nos recuerdan a un cuento de hadas. Si bien no tuvimos mucho tiempo, ya que un atasco monumental, tras impactar dos coches en la carretera, nos retrasó lo menos una hora hasta que reanudamos la marcha.
A todo esto, el guía parecía un entrenador de alta competición que nos prepara para el maratón. Corría que se las pelaba y no tenía miramientos por comprobar si yo seguía el ritmo de la comitiva, y eso que la mayoría de los turistas que viajaban con nosotros eran jubilados.
Tras regresar al hotel y despertarnos maleta en mano para despedirnos de Núremberg, partimos hacia otra población significativa de la Ruta Romántica, Ratisbona, también Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Cruzamos el Puente de Piedra del siglo XII sobre el Danubio, con idas y venidas de los turistas que disfrutaban de piezas clásicas que tocaban músicos callejeros, hasta que divisamos la belleza de la Catedral de San Pedro y las calles de cierto encanto.
Llegamos a la capital de Baviera
Ya por fin en Múnich, nos sentamos a comer en una taberna tradicional bávara, con raciones copiosas, además de pedirnos mi hermano y yo cerveza sin alcohol y de trigo. Una curiosidad fue que entré en el servicio y me topé con pantallas de vídeo de propaganda de una conocida marca de café repartidas por todos los urinarios del restaurante. Era la primera vez que veía aquello, la verdad.
Por la tarde realizamos una panorámica de la ciudad. En primer lugar, con el Palacio de Nymphenburg situado frente al parque que lleva su nombre, lleno de abundante fauna avícola en su laguna. Por último, nos acercamos a la Plaza de María (Marienplatz). Este es el centro neurálgico en el que se levantó el gran Ayuntamiento Nuevo en 1874. Múnich, además, es una ciudad muy rica y, por qué no decirlo, muy pija, nos dijo otra guía oriunda del lugar.
El penúltimo día realizamos compras por el centro. Destacar, entre ellas, un libro de guitarra clásica, poco conocido, de Johann Sebastian Bach, que mi hermano se agenció. Circundamos toda la plaza y miramos con curiosidad una manifestación que se repite frecuentemente para concienciar a los ciudadanos ante el cambio climático. Nos desviamos para tomar café en una plazoleta minúscula y peatonal.
Demasiada cafeína en el café y demasiado trayecto a pie para visitar Neuschwanstein
Un inciso: en las ciudades por donde pasamos no tienen gusto para hacer buen café descafeinado, que es lo que tomo ahora tras sufrir un ictus cerebral, para que no me ponga nervioso. También me asombré de ver a mi hermano hablar inglés muy fluido con los lugareños, y eso que apenas viaja al extranjero. Yo era cuestión aparte. Me costaba ordenar las frases porque me faltaban verbos y preposiciones, pero he de reconocer que sí que me cundieron las clases de inglés en el primer curso porque ya he arrancado al fin oraciones cortas.
Al final, por la tarde, no visitamos el Castillo de Neuschwanstein o del Rey Loco – el que se parece al de Disney. El motivo fue que accedimos a una web oficial donde indicaba que tenías que caminar una buena distancia hasta alcanzar el monumental edificio. Los que venían con nosotros declinaron también esta oferta. Así que el guía nos propuso un plan alternativo, la Residencia de Múnich.
De esta forma, descubrimos un palacio donde residían los reyes de Baviera y del que está casi todo restaurado tras la Segunda Guerra Mundial. Pudimos contemplar retratos de los familiares de los reyes y consortes, atuendos que vestían en su época, como coronas, capas o joyería de muchos quilates -a mi modo de ver muy sobrecargado y barroco hasta el punto máximo-, amenizados por una guía experta en esta residencia que contaba dimes y diretes de las intimidades de los monarcas. Y por fin nos fuimos al hotel para que al día siguiente embarcáramos con el deber cumplido.
Cómo es un aeropuerto para una persona con discapacidad
El Aeropuerto de Múnich es ultramoderno. Nosotros no teníamos que mirar dónde estaba la compañía de nuestro vuelo, pues toda una nave era solo para la alemana Lufthansa. Fuimos exclusivamente al panel donde estaban las personas con movilidad reducida y dejamos la maleta para que te la embarcaran. Además, disponen de un cochecito eléctrico para que los que precisan de algún tipo de dificultad suban hasta que te lleven a tu destino tras el control de seguridad, muy exhaustivo.
De camino a casa, comentamos que nos faltó finiquitar la aventura en otros sitios diferentes, por poner algún ejemplo, la sede de BMW, junto a la fábrica y museo en el que puedes visitar los coches y motocicletas legendarios, o entrar al estadio del Allianz Arena, propiedad del club de fútbol más laureado de Alemania, el Bayern de Múnich. Pero eso lo guardaremos para otra ocasión. Quién sabe si algún día volveré otra vez a pisar suelo alemán, al norte o al sur, qué más da, con parajes irrepetibles, de ensueño u ocultos para que los descubras.