No lo he soñado. Es real. Una sensación de libertad me inunda en las benévolas playas mediterráneas al entrar yo solo en el mar, sin ayuda de nadie. De hecho, es la primera vez que me adentro por mi cuenta desde que tuve un ictus cerebral hace ya 13 años. Poco a poco, con tiento pero con paso firme, me sumerjo en el agua hasta comprobar que está cristalina.
Disfruto nadando si las olas lo permiten y descanso un tiempo prudencial para que, antes de veinte minutos, regrese a la orilla para acceder a la carpa montada exclusivamente para las personas con movilidad reducida que han dispuesto todos los veranos los de la Cruz Roja, donde tienen una manguera para ducharnos a nuestra disposición.
Obviamente, según se mire, no soy un valiente o un inconsciente: si no lo veo claro, pido al personal de la Cruz Roja que me ayude a entrar y a salir del agua. Incluso si está mareada –bandera amarilla o roja, no apta para el baño-, con corriente o irregular, con los molestos hoyos que vas pisando sobre la arena, no me arriesgo. Antes de empezar a nadar, camino por la arena prácticamente todos los días, exceptuando, claro está, si está lloviendo. Mi trayecto, que va desde la carpa hasta la última finca de las urbanizaciones para girar otra vez encarando a la tienda del servicio de baño asistido, ha cambiado de planes. Todos los años me acompañaba a la playa mi madre, pero, por desgracia, tuvo recientemente también un ictus y no se atreve, por ahora, a ir conmigo. Es una lástima porque, en la carpa, tienen unas sillas especiales con ruedas, que flotan, llamadas anfibias, para que los que presentan dificultades puedan sentarse y disfrutar del baño. El recorrido que hacíamos mi madre y yo era igual que la ruta que ahora hago, andando sobre la arena, a veces pisando dentro del agua o sin tocar la orilla, a fin de que resulte un punto más pesado de lo habitual, evidentemente sin quemarse. Luego, entrábamos en el mar para refrescarnos del intenso calor mientras yo me zambullía en mi buceo particular.
Estaba yo manguera en mano, duchándome plácidamente, cuando me vino como un flash back de mis primeros años de vida, en los que íbamos a la playa o a la piscina. Supongo que la gente del interior vivirá una experiencia única la primera vez que ve el mar. Yo era más partidario del agua dulce, quizá porque tengo el mar tan solo a seis kilómetros de distancia y estaba bastante acostumbrado a él. La piscina descubierta me evoca buenos recuerdos, como mi primera experiencia con los manguitos puestos para empezar a nadar. Poco después, mis padres decidieron apuntarnos a mi hermano y a mí a clases de natación en verano. Imborrables fueron también cuando organizábamos mis amigos y yo campeonatos al estilo de las olimpiadas, donde hacíamos competiciones de atletismo y, por supuesto, de natación. No quedé primero, puesto que había compañeros mayores que yo, pero reconozco que me defendía bien comparado con la gente de mi edad. Fue una pena no seguir practicándolo, puesto que, poco después, se inauguró la nueva piscina cubierta en mi pueblo, Sueca, pero la verdad, ya en la facultad, paré en seco de hacer deporte y sucumbí a los encantos de la vida contemplativa.
Sin embargo, siempre hay una segunda oportunidad para reanudar tu afición perdida y se produjo a partir de mi accidente cerebral, cuando ingresé en Vithas Aguas Vivas allá por 2008.
En el centro de Aguas Vivas de Vithas IRENEA se ubica como punto neurálgico una piscina en la cual los pacientes hacen terapia dentro del agua, ayudados por los fisioterapeutas. Rodeada por paredes acristaladas, está completamente adaptada para los que precisan de alguna ayuda, bien para entrar, desplazarse, nadar o salir, con unas escaleras y, a cada uno de los lados, una barandilla. Además, por el extremo derecho, se introducen por una rampa personas que requieren silla de ruedas o pueden acceder mediante una grúa. Circundando toda la piscina se encuentra una barra protectora para sujetarte en el caso de que surja un imprevisto o para hacer múltiples ejercicios. En fin, durante una hora, que incluye lo que tardes en buscar el bañador, el gorro, las gafas de natación, recibir terapia y cambiarte de ropa, merece la pena bañarse en pos de tu recuperación.
Al llegar al hospital nos encontramos con que muchos pacientes y sus familiares reclamaban a los fisioterapeutas más horas de hidroterapia de las que estaban estipuladas, pero la verdad es que siempre estaba a rebosar. Creo recordar que empecé natación en mayo, aunque anteriormente, mi padre, con su cabezonería particular, estaba insistiendo día tras día para que yo entrara lo más pronto posible. Sea como fuere, tras una tensa espera, al final consiguió su objetivo.
La primera experiencia que tuve al entrar en el medio acuático fue una sensación de libertad, con una temperatura más cálida de lo normal, nada que ver con caminar por la calle con mi férula puesta. Como he comentado antes, apenas nadaba hacía muchos años y no tenía muy claro si me acordaría tras el ictus. En cambio, me equivoqué y el temor desapareció. Es más, estaba convencido de que influiría muchísimo en mi rehabilitación incrementar la flexibilidad de mis entumecidos músculos a causa del agarrotamiento espástico en la parte derecha. El fisio que estaba a mi cargo me instó a caminar dentro del agua, a sujetarme en las barras para estirar bien los brazos y a flexionar las piernas. Después me pidió que me relajara haciendo yo el muerto para que él ejercitara con firmeza mi tono muscular. Para acabar la sesión, me dijo que nadara. Nadé lo que no está escrito entre idas y venidas y, aunque después me derrumbara agotado, mereció la pena ver que sabía nadar y que me divertía como un crío.
Los lunes iniciaba con buen pie la semana porque coincidía con la piscina. Por allí han desfilado jóvenes, no tan jóvenes, mayores de edad y niños, acompañados de sus padres que miraban con curiosidad la evolución de sus hijos, siempre los jueves. A veces estabas solo en la inmensidad de la piscina con un o una terapeuta ordenándote los ejercicios que debías cumplir, y otras se juntaban tres o cuatro pacientes y entonces algún fisio organizaba partidas con una pelota de goma como si fuera waterpolo. La parte lúdica de la hidroterapia es muy importante, dicen los profesionales.
Tras un año y medio sin tocar el agua desde que finalicé la rehabilitación en IRENEA, me apunté a la piscina municipal de Sueca. Además de natación, el recinto tiene muchos aparatos a tu gusto –bici estática, bici elíptica, cinta de correr, pesas, hasta jacuzzi-, lo que me permitió hacer de todo un poco. No obstante, debido al coronavirus, lo cerraron hasta nueva orden. Aunque después abrieran sus puertas con estrictas medidas, prefiero esperarme a que se erradique completamente, si bien volveré, sin ninguna duda. Me permite mantenerme en forma, además de socializarme con los abonados y monitores a modo de practicar logopedia. Seguro que muchos pacientes de Vithas Aguas Vivas estarán tan deseosos como yo de empezar o reanudar su terapia en la piscina adaptada -que continúa clausurada por culpa de la pandemia- con esa actividad tan beneficiosa como completa.